#Yucatán •
Del tingo al tango
Por Manuel Triay Peniche
Previo a mi ingreso a Petróleos Mexicanos viví mi primera “experiencia de libertad”. Definitivamente la vida del internado no estaba hecha para mí, y la puntilla fue un examen final de Filosofía: el maestro, hijo de padres griegos pero educado en los Estados Unidos, nos hizo una sola pregunta ¿Qué es el bien? Nos dio tres horas para resolverlo, con derecho a consultar los libros de texto, de platicarlo entre los compañeros del salón, y de responder en una línea o con un tratado. El cero pegó más fuerte que la reciente pandemia de Covid.
Dejé la casa de Itzimná, mi hogar durante siete años, pero no tuve el valor del hijo pródigo para verles la cara a mis padres, tenía yo las manos vacías y el alma rota. ¿Quién a los 20 puede explicar una decisión como la mía? Dejaba detrás una carrera un futuro asegurado, una vida cómoda, sin el mayor esfuerzo, guiado sólo por la inercia. En otras palabras, me estaba despojando de mi propia vida, sabedor que mis estudios no serían reconocidos por la SEP, que yo me salté el sexto año y por tanto carecía hasta de educación primaria. No tenía yo oficio ni beneficio.
Las 24 horas que duró el autobús de Mérida a la Ciudad de México no esclarecieron mis pensamientos. Me refugié en la casa de un primo en el barrio de Peralvillo, famoso por “los chicos malos de Peralvillo”. Era normal caminar hasta el zócalo, de día o de noche; el trolebús costaba 25 centavos y cuando no produces no puedes darte lujos.
Mi primo Alfonso me consiguió un trabajo en su oficina, en el mero Palacio de Gobierno, sí, ahí donde hoy vive ya saben quién. Mi formación y mi inquietud juvenil no soportaron aquel recinto de burócratas: chicas comiendo o bebiendo, platicando todo el día, hombres de traje paseando de un lado para otro, trabajo rezagado, quincenas de mano extendida. Definitivamente yo no había nacido para eso.
Y lo cambié por un trabajo en el Estado de México, de pico y pala para romper azufre en una fábrica de “neón”. Ahí conocí las pulquerías con piso de aserrín, ahí me alimenté de historias de la gente marginada, la que vive en lo cerros de Indios Verdes, la que se apiña en el autobús mañana y tarde, la de los hijos mocosos y sucios. Fueron muchas mis horas imbuido en una realidad de la que pocos hablan, de aprender a cada paso las desigualdades de este mundo, de conocer a Dios lejos de los templos de incienso y oro. Y comprobé que eso requería yo para mi verdadera formación.
Mi tío Porfirio me “rescató” del barrio bravo de los chicos malos y de aquel trabajo. Supo de mi presencia y mandó por mí para no dejarme expuesto “más de la cuenta”, él vivía en la Colonia del Valle, en un departamento muy cómodo, a la altura de un gerente de la Nissan y de un ex productor de cine con más de 50 películas en su haber, y en compañía de dos primas encantadoras, con las que cada domingo salíamos a nuestro día de campo.
Mis nuevos “tutores” eran generosos a cual más, pero yo me hallaba en una etapa de formación y la quería presencial. Conocí a un yucateco que jugaba fútbol y me inscribió en su equipo; los partidos eran cada domingo en la Industrial Vallejos donde se juagaban 13 encuentros simultáneos. La verdad que éramos muy malos, pero pude conocer más gente, ahora sí de mi edad, y con problemas similares, sobre todo de identidad.
De nuevo cambié de residencia. Coincidimos varios primos y ocupamos un pequeño cuarto en el que vivíamos casi hacinados, pero muy felices. Todos con diferentes trabajos, una caja común para depositar el dinero devengado en la semana y muy bien administrada: comida, pasajes, luz y, si algo sobraba, para la botella más barata que hubiera a nuestro alcance. Normalmente el fin de semana se comía “el plato de la casa”: un revoltijo con todo lo que quedara en la alacena.
De salto en salto, como los trapecistas o los políticos actuales, viví cerca de un año en la Ciudad de México, abrevé de aquel mundo desconocido y, de manera accidental tuve el primer contacto con la vida partidista y política del país, un tema que sin yo saberlo me atraparía a lo largo de mi carrera profesional, que entonces no imaginaba ni en los sueños: Asistí a una convención del PAN, que me volvió más rebelde.
Continuará.