#Yucatán •
La autorregulación
es una de las virtudes de la democracia. Ocurre con la desconcentración del
poder, la división de poderes y la constitucionalidad de los actos de
autoridad. Se trata de que toda forma de autoridad y su ejercicio no sólo estén
acotados y definidos por la ley, sino, además, observados, regulados y controlados
por otra instancia. La propuesta del oficialismo una agencia anticorrupción que
dependa del presidente significa la aplicación discrecional y, eventualmente,
arbitraria de la ley.
Viene al caso la
actuación de la fiscalía que actuó contra la presidenta de Perú, Dina Boluarte,
y llevó al cateo de su domicilio particular bajo la sospecha de corrupción. Donald
Trump tuvo que soportar una orden de registro del FBI en su residencia de
Mar-a-Lago, Florida, y la apertura de su caja fuerte por la acusación de que se
había apropiado de documentos clasificados. Nicolás Petro, hijo del presidente
de Colombia, fue sometido a proceso penal por el financiamiento ilegal de la
campaña presidencial. En los tres ejemplos prevalece una fiscalía independiente
del jefe del ejecutivo. Es pertinente preguntarse qué hubiera sucedido si el
funcionario determinante fuera un empleado del mandatario en cuestión.
La independencia de
la fiscalía y de los órganos de justicia son fundamentales para la justicia y
la certeza de derechos de las víctimas, de la sociedad y de los inculpados. La
presidencia norteamericana en este sentido ha padecido investigaciones un tanto
traumáticas; el más relevante, el de Watergate, que condujo a la renuncia de
Richard Nixon. La independencia de la autoridad acusadora fue fundamental.
Empoderar al
presidente con la atribución discrecional de investigar casos de corrupción es
el peor de los caminos para combatir la venalidad. No puede soslayarse el
grosero uso político de la justicia penal durante los tiempos de Claudia
Sheinbaum como Jefa de Gobierno de la Ciudad de México. La fiscalía espió a los
adversarios políticos, incluyendo aquellos de Morena. También se construyeron
casos a modo para golpear políticamente a futuros competidores. El asunto es de
escándalo y sería peor empoderar todavía más a la señora Sheinbaum, en el supuesto
de que ganara la elección presidencial.
El servilismo es el
signo de nuestros tiempos. No cabe duda que en torno a la candidata del
oficialismo hay talento y capacidad; sin embargo, no es suficiente. Se requieren
valor y honestidad intelectual y política, sin eso lo demás sale sobrando.
La visión que
existe en el oficialismo es depositar en la persona quien sea electa presidente
la solución de los problemas y las determinaciones más relevantes de autoridad.
No se confía en el sistema sino en el individuo empoderado, dilema resuelto con
claridad por James Madison en El Federalista hace 234 años. La solución
es optar por los pesos y contrapesos para que las debilidades propias de la
condición humana se regulen entre los distintos departamentos, agencias o
poderes que constituyen al sistema político.
La división de
poderes es fundamental para el bien de la República y en la misma vena están
los órganos constitucionales autónomos, que tienen que velar por los intereses
de Estado sean las cuentas públicas, la organización de elecciones, la
transparencia, la regulación de la competencia económica, entre otras. Las
formas no son suficientes porque la funcionalidad de todo sistema depende en
buena parte de la calidad de quienes tienen las altas responsabilidades en la
representación política y en la conducción del servicio público. Así, la
pretendida autonomía de las fiscalías no ha sido virtuosa, pero la
insuficiencia no está en esa independencia, sino precisamente en su
sometimiento, como sucedió con Ernestina Godoy, que nunca debió llegar a tal
responsabilidad. Su lugar de ahora es el adecuado, estar en la boleta electoral
y, si es el caso, la representación política, pero no la delicada tarea de la procuración
de la justicia penal.
No es novedad el
culto a la persona de quien detenta el poder. Se ha acentuado en estos tiempos.
La cuestión es que las instituciones no se diseñan a partir de supuestos
inciertos. Quienes confían ciega o interesadamente en López Obrador o en
Claudia Sheinbaum por razones de sentido común están obligados a pensar en el
funcionamiento del gobierno en cualquier supuesto, con cualquier partido, con
un gobernante que no les es afín. En esta perspectiva, la pretensión
autoritaria de hiperpresidencialismo se modificaría sustancialmente. Mucho
mejor un gobierno desconcentrado, dividido y con contrapesos como recomendara
James Madison.