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Pone Stanley Whitney color al jazz

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Con esta palabra, que se deriva de “home”, el artista evoca los días que ha pasado en confinamiento ante la pandemia de Covid-19, a resguardo en su verdadero hogar: la pintura.

Los cuadros de Whitney (Filadelfia, 1946) resultan inconfundibles por la estructura iterativa con la que, desde hace más de dos décadas, construye las obras que en algo se asemejan, sí, a los ladrillos con los que se construye una casa.

Se trata de una suerte de cuadrícula en el lienzo, o en el papel, que poco a poco, o de súbito, según el día, se va llenando de color: un espacio de libertad absoluta contenido por las reglas que el artista se impuso a sí mismo.

“Las pinturas siempre tienen el mismo formato, pero nunca sé cómo van a ser los colores. Tengo un formato, pero no tengo ningún plan en términos del color, así que pongo un color, y ese color llama a otro color, un poco como el call and response”, dice en entrevista.

Ese término, que se traduce literalmente como “llamado y respuesta”, se refiere al juego musical entre dos instrumentos que se contestan entre sí, uno después del otro, en una dinámica que es popular en géneros con improvisación, como el jazz.

Whitney, quien llegó a la vibrante escena artística de Nueva York en 1968, señala a la música, precisamente, como su primer amor.

“La música ha sido importante en mi vida incluso desde antes de que comenzara a pintar. Siempre quise ser artista, pero no sabía que iba a ser pintor”, recuerda.

“Al crecer, siempre estaba buscándome a mí mismo, o tratando de averiguar quién era, o dónde estaba, o dónde estaba en el mundo, así que, cuando me involucré con personas como (los jazzistas) Thelonious Monk y Ornette Coleman, personas como ellos, sentí que ésa era mi base”.

En los últimos años, el trabajo de Whitney ha recibido el reconocimiento que algunos de sus compañeros de generación obtuvieron unos años antes.

Hoy representado por la prestigiosa galería Lisson, en cuyo espacio neoyorquino recién tuvo una exitosa exhibición en solitario, el pintor recuerda que a él mismo le costó mucho tiempo encontrar el formato por el que hoy es celebrado.

“Me tomó mucho tiempo, no fue fácil. Pinté realmente sin saber lo que estaba haciendo digamos. Llegué a Nueva York en el 68, y hasta los años 80 comienzo a descifrar las cosas. Entonces hice muy mala pintura entre el 68, e incluso en los 80; estaba probando de todo”, dice de buen humor.

Graduado del Instituto de Arte de Kansas City y de la Escuela de Arte de Yale, Whitney rápidamente encontró una afinidad con grandes maestros como Cézanne o Matisse, de quienes obtuvo el firme propósito de hacerse pintor, aunque la época lo desaconsejaba.

“La gente seria, o la gente lista, no estaba pintando (a finales de los 60 y principios de los 70). La pintura se consideraba acabada; ‘¿Qué puedes hacer con la pintura?’. Pero yo realmente quería pintar, así que muy calladamente me ponía a pintar”, cuenta.

En aquellos años formativos, el suyo fue un peregrinar por las galerías de la Calle 57 para tratar de descubrir, en sus palabras, qué podía “robar” de los artistas de su tiempo.

Aunque su pasión, como lo tuvo claro desde un inicio, ha sido siempre el color, tampoco se identificaba con los usos que le daban sus contemporáneos.

“Quería que el color fuera algo muy importante, pero lo que pasaba con el color en el mundo del arte de Nueva York cuando llegué en el 68, las personas del color field -estilo de pintura abstracta nacido en la ciudad- dibujaban muy bien, pero realmente no me gustaba su idea del color”, explica.

La solución llegó para Whitney cuando dejó Estados Unidos para residir en Roma, donde edificaciones como el Coliseo y el Panteón le dieron lo que tanto había estado buscando.

“Cuando fui a Roma fue una gran cosa, porque entonces la arquitectura entró en el asunto, porque en ese entonces no estaba pensando en arquitectura, sino en espacios abiertos”, celebra.

“Me involucré mucho con las ruinas antiguas, viajando por todos lados a donde fueron los romanos, entonces eso abrió toda esta idea de que podía usar la arquitectura con un formato”, abunda.

Un siguiente viaje a Egipto, para ver las pirámides, terminó por convencerlo de que la llave de su propuesta creativa estaba en las formas arquitectónicas que, dentro de sí, contienen a los colores en libertad.

“Pensé que había espacio y que había color, y luego me di cuenta de que no, que el espacio podía estar en el color”, reflexiona. “Una vez que me di cuenta de que el espacio podía estar en el color, y eso me liberó, porque antes pensaba que no podía poner un color junto al otro porque se llevaría todo el aire”.

A inaugurarse el próximo 8 de febrero, la exhibición de Nordenhake (Monterrey 65, Colonia Roma) muestra obra reciente de la técnica que ha perfeccionado por décadas, que lo mismo abreva del jazz, de la arquitectura y, desde luego, de su amor por el color.

“Soy un colorista, siempre lo he sido”, declara.

La exhibición, que tiene otra correspondiente en la sede de Nordenhake en Estocolmo, también mostrará algunos de sus dibujos, con los que últimamente se ha permitido temas políticos, como en No to prison life (No a la vida de prisión), donde la cuadrícula se vuelve una cárcel, en un comentario contra las crueldades de la vida penitenciaria.

Pleno a sus 76 años, Stanley Whitney alista también su primera retrospectiva, en el Museo de Arte de Buffalo AKG.

“Por ahora, sólo quiero estar en mi estudio pintando y leyendo, y eso es lo que estaré haciendo por un rato”, dice Whitney, cuyo hogar es, siempre, la pintura.

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