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Los desafíos a la Ley no son nada nuevos en México, sin embargo, hace ya casi dos décadas que el Estado mexicano se ha visto rebasado en límites antes insospechados en una de sus funciones primordiales: la seguridad de sus habitantes.
La crisis de seguridad pública en nuestro país coincide con los cambios al sistema político. Luego de la estela de pérdidas de vidas humanas que dejó el proceso histórico de la Revolución Mexicana, la necesidad de paz y orden derivó en la articulación del sistema de partido hegemónico (PRI) que, salvo algunos tempranos episodios de represión religiosa y de intermitente represión política, garantizó en términos generales la Paz social y el orden civil.
La decadencia de las instituciones de seguridad comienza a ser del dominio público a finales de los años setentas, con el caso escandaloso del director de la policía del entonces Distrito Federal, el “general” Arturo “El negro” Durazo. Si bien este personaje fue procesado judicialmente, su gestión abrió el paradigma de corporación desnaturalizada de su misión.
Las subsecuentes crisis económicas por las que atravesaría nuestro país a partir precisamente de la segunda mitad de los años setentas, detonaron un incremento gradual en los delitos, que en ocasiones llevó a algunas autoridades locales, con policías mal pagados y mal capacitados, a una crisis delincuencial, crisis que aún podían ser resueltas bajo los controles políticos y administrativos del sistema. Sistema que operaba procesos de inteligencia en aras de mantener la estabilidad.
Tras el agrietamiento del sistema político en 1988, el presidente Salinas nombra como secretario de gobernación a un experimentado y eficaz hombre del sistema, Fernando Gutiérrez Barrios.
Estimado entre la nomenklatura priista, Gutiérrez Barrios cumplió con las funciones de la dependencia a su cargo, sus cuatro años al frente de Bucareli son parte de los años dorados del salinato. La renuncia de este “hombre leyenda” a Gobernación en enero de 1993 da inicio a la caótica sucesión presidencial de 1994.
Poco después de la renuncia de Don Fernando, en mayo de 1993, el homicidio del cardenal de la Iglesia Católica Juan Jesús Posadas en una supuesta confusión de grupos criminales cimbró a la sociedad mexicana. Si un alto prelado de la Iglesia era victimado impunemente, ¿Qué le esperaba a un ciudadano común?
1994 sería el año de los magnicidios del candidato presidencial priista Colosio y del virtual líder de los diputados priistas José Francisco Ruíz Massieu. La violencia comenzaría a permear a los ciudadanos bajo delitos como el secuestro.
Nuevamente, la crisis económica de diciembre de 1994 iba a aderezar el desafío de seguridad pública para el entrante presidente Ernesto Zedillo. El hambre no espera, así que las filas del crimen se engrosaban muchas veces por la falta de alternativas de generar ingresos.
Aunado a lo anterior, hay que subrayar que luego de posibles actividades clandestinas y la consecuente presión de las agencias de inteligencia y antinarcóticos norteamericanas sobre la tradicional ruta del Caribe para el tráfico de cocaína hacia los Estados Unidos de América de los años ochenta y principios de los noventa, se propició el papel preponderante de México en el narcotráfico hacia el mayor mercado de drogas ilegales del mundo.
Hacia la segunda mitad de la década de los noventa, las organizaciones del narcotráfico mexicanas se encontraban sustituyendo a las organizaciones colombianas en cuanto al liderazgo del negocio.
Muchas veces las mafias del narcotráfico llenaron el vacío que el Estado mexicano comenzaba a dejar tras la adopción de las políticas neoliberales: brindaban empleo, asistencia social, desarrollaban infraestructura en el ámbito rural e inyectaban dinero a la economía.
Al principio, no todas las personas inmiscuidas en el negocio pudieran clasificarse como criminales, aunque dedicados a actividades ilegales como el transporte o la cosecha, la violencia no permeaba al grueso de la sociedad. La violencia era vista como el último recurso para ajustar cuentas.
La presión de los vecinos del norte, aunado al proceso de cooptación de las corporaciones policiacas a través del dinero, obligó a un papel cada vez más central de las fuerzas armadas en el “combate al crimen organizado”. No obstante, los sueldos irrisorios de la tropa en su momento desembocaron en deserciones y reclutamiento de personal adiestrado en las organizaciones criminales más fuertes, capaces de responder a la violencia con mayor violencia.
Con el cambio de partido en el poder, es probable que el gobierno de Vicente Fox haya descuidado el sistema de inteligencia mexicano y que, ya sin los controles autoritarios de la figura presidencial, las instituciones de seguridad comenzaran a verse limitadas en contener la acción del crimen organizado en algunos Estados de la República que ya empezaba a ejercer control territorial.
Sería en el siguiente sexenio y en el marco de la Iniciativa Mérida, donde las cifras de homicidios se dispararían, además de delitos que afectarían directamente a la población civil como la reaparición del secuestro y la aparición de delitos como el cobro de piso.
En gran parte, el problema en este sexenio (2006-2012), heredado a los siguientes, se da por el descabezamiento de algunas organizaciones del narcotráfico que, sin diseñar otros mecanismos de control, generó divisiones y guerras entre las mismas, así como la creación de bandas y grupos cuasi independientes (algunos para militares) con acceso a poder de fuego que adoptaron un portafolio de actividades ilícitas diversas, sin contenerse en utilizar la violencia para conseguir sus objetivos.
Bajo la promesa de regresar la Paz perdida, el gobierno de Enrique Peña Nieto regresó las funciones de seguridad a la Secretaría de Gobernación, los resultados, ya con cierta inercia del cierre del gobierno de Felipe Calderón, fueron relativamente positivos los primeros tres años. Se experimentó una baja en los homicidios y en Estados problemáticos se empezaron a “estabilizar” delitos de alto impacto como el cobro de piso y el secuestro.
La entrada en vigor de la reforma nacional al sistema de justicia penal de 2016 coincide con un nuevo incremento de los homicidios, desapariciones forzadas y control territorial ilegítimo. Esto refleja la importancia de complementar el debido proceso, la presunción de inocencia y los derechos humanos; con la capacitación, evaluación de confiabilidad y servicio de carrera bien remunerado de policías y ministerios públicos, así como el de crear mecanismos efectivos de supervisión en el actuar de fiscales, jueces y magistrados.
El problema se ejemplifica actualmente con los sucesos del pasado viernes en Texcaltitlán Estado de México, donde campesinos se defendieron de un grupo criminal que pretendía extorsionarlos, el saldo fue de 14 personas muertas. Sin duda, el tema de seguridad sigue siendo una asignatura pendiente.
“Así dice Yahveh: Practicad el derecho y la justicia, librad al oprimido de manos del opresor, y al forastero, al huérfano y a la viuda no atropelléis; no hagáis violencia ni derraméis sangre inocente en este lugar.”
(Jeremías 22:3)